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OPINIÓN

EL TRASFONDO POLÍTICO DE LA LUCHA POR SOMETER A LA JUSTICIA

Por: Jorge Zúñiga Sánchez

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Desde la idea de que todos los elementos de la naturaleza está todos armoniosamente articulados, no se puede dudar que el orden que sustenta la creación, pues simplemente son perfectos y eternos, que es imposible pensar que “a voluntad” alguna fuerza se descarrilaría y fomentara el desorden. El agua siempre se congelará a 0 grados, y entrará en ebullición a los 100 grados, y sin importar que el hombre haya descubierto y presuma que pueda controlar esas leyes, es imposible que llegue a alterarlas. 

Por el contrario, como los comportamientos humanos son variables e impredecibles, lo serán también las reglas que regulan la vida en sociedad; la voluntad que las impone, y mucho más, las consecuencias previstas por su desatención. Tal vez podría ser interpretado como un acto de barbarie, que como acto de justicia la víctima pudiera reparar el daño que otro sin razón le causó, infringiendo igual sufrimiento al propio agresor, inclusos a uno de sus parientes. 

Como fruto de la evolución institucional, a la sociedad humana e le impuso la idea que sobre el Soberano se convertía en la única víctima de toda alteración a las reglas de convivencia social, y fue más allá, pues la investigación y la acusación se hacía en su nombre, y se legitimó así mismo para “hacerse justicia”, consolidando su preminencia institucional sobre sus vasallos.        

Como ocurre con las nociones jurídico políticas, a la justicia se le entiende indistintamente como valor moral (“virtud de repartir en igualdad”); como poder público e institución (“órgano de justicia”), y finalmente, o la actividad que desarrollan sus operarios (“hacer o administrar justicia”, lo que hace difícil que las divergencias sobre el tema, encuentren puntos de entendimientos. 

Es fácil concluir que la definición “de lo que es lo justo y lo que es injusto”, resulta ser una valoración que por la fuerza se impone “para, de y desde el poder”, adecuada en los intereses, principios y valores de las fuerza políticas y económicas del momento.  

En los sistemas monárquicos predominaba la idea de que el poder terrenal ejercido por Rey, emanaba “de las alturas celestiales”. Este dogma contrastaba radicalmente por el racionalismo característico de las ideas de los revolucionarias liberales, que sostenían que el poder político sólo podía emanar del pueblo, y por supuesto que los promotores de semejante herejía, eran perseguidos y castigados “por la justicia divina”.    

El Estado moderno; autocrático o democrático, también necesita tener bajo su disposición, “el aparato de coacción institucional”, y sin importar que se le legalice sus actuaciones, éstas se convierten en un foco permanente de discordias entre gobernados y gobernantes, pues confronta los intereses de supervivencia del Estado, con los deseos y aspiraciones de libertad de la sociedad.  

En el campo penal, las potestades estatales “de reprimir, castigar, enjuiciar y prisionalizar”, muy presentes en la tarea cotidiana de perseguir formal y materialmente el delito, de una u otra forma dimanan de ese poder coactivo. En lo ideal, en una sociedad democrática la intervención del Estado debiera ser mínima, si cada individuo fuera capaz de regir su conducta por su valores éticos, y en consecuencia, ejercería sus libertades con extrema responsabilidad y prudencia. 

En la realidad ocurre todo lo contrario. La insensatez individual y la falta de solidaridad humana terminan recargando al Estado de compromisos, con el riesgo de llevarle a punto del colapso institucional. Pero, ya sea por la fuerza por la voluntad individual de los ciudadanos, o que vivamos en tiempos de normalidad o de crisis, el Estado no podrá prescindir del uso del poder coactivo, la que le es indispensable para imponerle sus decisiones a las grandes mayorías. 

Al menos en el discurso, la lucha política confronta propuestas que ponen por delante la satisfacción de la necesidades básicas de las mayorías. Sin embargo ocultan muy bien su deseo de controlar a placer, el aparato estatal de la justicia penal, persiguiendo propósitos más ambiciosos que superan la posibilidad de favorecer a sus aliados y allegados con sus sentencias. 

Tampoco se trata del control en el nombramientos de jueces y fiscales, pues estos apenas son los componentes subjetivos de la parte operativa del sistema penal. Por supuesto que manda quien el poder de disponer “lo que es y debe ser justo o lo injusto”; de decidir sobre la legalidad o ilegalidad de cuestionamientos de actos de la administración; de crear o eliminar de delitos, así aumentar o disminuir las penas; de las formas de su ejecución en cautiverio o en régimen de libertad. Son razones políticas y no administrativas las que mantienen subordinada a la administración de justicia, impidiéndole que ejerza en independencia su labor de control de legalidad sobre de los otros órganos del Estado.       

El respeto de los derechos humanos y las garantías fundamentales, es el sustento de la soberanía y la democracia popular, los que son acogidos en las modernas constituciones modernas. Aún cuando se predique que entre las funciones y los poderes públicos de “legislar, administrar y mediar”, en teoría todos son independientes y ninguno es más importante que el otro, su trabajo “en armónica colaboración” resulta muy complicada.    

 Nada fácil resulta satisfacer las demandas ciudadanas de que la interpretación y la aplicación de la ley, se haga sin distinguir entre “ricos ni pobres”, como condición para construir un gran país en justicia, paz y armonía social, distribución equitativa de la riqueza, respeto a la dignidad humana y fortalecimiento institucional de la democracia, cuando sectores poderosos interesados en el control político de la justicia, “abierta o discretamente” introducen los problemas de la justicia a sus agendas político electorales.