LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA: FUNCIÓN PROCESAL O CONTRALORA DEL ORDEN
JURÍDICO.
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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Para la comprensión del funcionamiento del aparato constitucional, es necesario conocer la razón de ser de la estructura que pretende conocer, pues difieren si se trata de sistema democrático, o uno autocrático. Para ello, importa aproximarse un poco a los procesos gestores del poder político, los intereses y principios rectores que le sustentan, así como sus vocerías y protagonistas en uno u otro momentos histórico. La forma en la que la Constitución nacional regula al Poder Judicial o a la Administración de Justicia, la mantiene “institucionalmente” supeditada jurídicamente al manejo político y al control de los otros “órganos públicos políticos”. Bajo tales condiciones, le está vedado desempeñar el papel que debería cumplir, en el fortalecimiento de la institucionalidad democrática.
Con todo y que la Constitución le atribuya al Órgano Judicial la categoría de “departamento independiente del poder público”, en todos los tiempos y por distintos medios, ese diseño institucional les permitió a los Órganos Ejecutivo y el Legislativo superar su relación y funcionamiento armonioso, logrando neutralizar el desempeño “de la justicia”. La razón se nos ocurre muy obvia, pues bajo las leyes y reglas de un sistema democrático “de y para el pueblo”, el órgano que está llamado a ejercer el control institucional, sería el que el definitiva detentara el verdadero poder.
No sería fruto de la casualidad que en el proceso de nombramiento de las altas autoridades judiciales, se mantenga a distancia a las propias autoridades judiciales, y ni hablar de la asignación del presupuesto, pues si este rubro estuviera preestablecido, quedaría asegurada su verdadera independencia. Todo esto es la resulta de sesudas construcciones constitucionales, auspiciadas desde el poder político, y en no pocas ocasiones, contando con la pasividad y complacencia de las cúpulas judiciales.
La Administración de Justicia o Función Jurisdiccional, es la facultad institucional de declarar la juricidad de una situación controversial de la realidad. Si bien los derechos pueden nacer por vías diversas, ellos poseen la virtualidad de conectar a su titular con un tercero, quien queda en posición de exigir el cumplimiento de la obligación asumida, garantizado por la coacción estatal en caso de resultar necesario. Los derechos son espacios de verdadera autonomía individual reconocidos por el Estado, dentro de los cuales los particulares deben desarrollan sus relaciones interpersonales, ya sean públicas o privadas.
Por supuesto que si cada cual cumpliera responsablemente y a consciencia con todos los compromisos que adquiere, muy pronto la ley y los tribunales quedarían sobrando. Pero como cada día aumenta la tendencia a que los individuos atiendan con sus responsabilidades, entonces, entra en escena la presencia del Estado a través de la Administración de Justicia, pero como sujeto procesal. Este “tercero imparcial” interviene cual “héroe legendario”, cada vez que tiene información de que un “derecho” ha sido desconocido, sea porque el particular ha instado su intervención, o por propio mandato de la ley, al recibir la “noticia” de la ocurrencia de presunto un delito. Pero como lo hemos indicada, el entramado constitucional logra mantener bien disimulado su desvalorización, que ésta pasa desapercibida ante los ojos del lego, pues pareciera ser que esa jurisdicción se remarca como el atributo por el cual el Juzgador aplica la justicia en su sentencia.
Este esquema resulta peligrosamente complaciente a esa peligrosa predisposición natural del Estado a resistirse al control de la juridicidad de sus actuaciones políticas administrativas, y por ende le limita sus competencias para resolver conflictos de intereses. Por eso a diario presenciamos los casos en que la efectividad del control jurisdiccional se encuentra una serie de trabas procedimentales establecidas, lo que da la sensación de una “justicia selectiva”. Está claro que el Constituyente patrio se ha seguido ratificando en ese propósito político de evitar que el Órgano Judicial llegue a funcionar como un verdadero Órgano del Poder Público, al que “despectivamente” define como el conjunto de juzgador y tribunales encargados de ejercer la Administración de Justicia. Estas limitaciones impiden que “la justicia” pueda ejercer el control jurídico sobre la Asamblea y el Gobierno, con lo que queda fuera de dudas que los órganos del Estado “sean independientes uno de otros”, pero actúan armoniosamente controlándose unos a otros.
Por el contrario, si a la Justicia se le tiene bajo ese estrecho control, es simplemente porque no se le considera realmente un Poder Público. Ante este desequilibrio institucional es solo una muestra de las debilidades estructurales de nuestra democracia. Los cambios y ajustes constitucionales son impostergables, pero la “tragedia de la justicia” se seguirá agudizándose hasta tanto el control político siga jugando el papel controlador de la justicia. En el presente, la presencia creciente de la participación de los ciudadanos en el control de la actividad pública, le darán un respiro a la justicia. En la zona judicial penal, el fenómeno ha hecho sus estreno, y con el papel que ahora se le ha designado a la víctima, se observa que el interés privado ocupa un rango de igual jerarquía al del Estado. El fortalecimiento institucional de la Administración de Justicia no puede ser formal. Los cuestionamientos sobre las actuaciones de los funcionarios, plantean verdaderos conflictos jurídicos, y como tal deberán atenderse.
Esto quiere decir que carece de solvencia jurídica cualquiera interpretación jurídica que so pretexto de atentar contra la independencia de los órganos, se invoque para anular la acción controladora de la justicia. Con la eliminación de esas trabas será posible erradicar esa idea negativa que subyace en la conciencia ciudadana, de que cada vez que un poderoso ocupe “el banquillo de los acusados”, las influencias políticas y económicas entrarán en escena y doblegarán el espíritu de la ley. No estamos describiendo un problema procesal, sino uno eminentemente naturaleza política. Para nada estamos en favor de asegurar mecanismos y procedimientos que aseguren el control sobre los ciudadanos, sino por el contrario, eliminar o minimizar aquellos que producto de la acción política, le restan eficacia a todos los controles institucionales que le corresponden ejercer a la Justicia, y así alcanzar un equilibrio en la relaciones del el Estado y los gobernados, condiciones que en resumidas cuentas, son indispensables para viabilizar el establecimiento de una democracia vigorosa.