LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DEL PROCESO PENAL
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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En nuestro medio, cualquier invitación a reflexionar sobre el asunto constitucional, concluirá con la propuesta de una urgente reforma a las estructuras del poder político. Con la acogida institucional con la que en las últimas décadas se valora el deber del Estado de brindar protección a los derechos humanos, resulta entonces que más que plantearnos áreas específicas de modificación constitucional, se impone establecer de un ejercicio sistemático que unifique la producción y aplicación del proceso penal, a los convenios internacionales y al texto constitucional.
De buenas a primera pudiera parecer tan obvias estas líneas introductorias, pues se asume que toda norma jurídica se considerará vigente, si se ha producido en cumplimiento, luego de cumplir con todos los procedimientos y trámites constitucionales indispensables para alcanzar su validez.
Nos manifestamos contrarios a la idea dominante de que con la sola existencia de un Código Procesal Penal, se asegura el imperio de esos principios y valores que juntos conforman el garantismo procesal, porque solo con la mirada puesta sobre la Constitución es posible que el Juzgador logre que sus decisiones y pronunciamientos se conviertan en un freno al ejercicio desbordado de la autoridad, con el consecuente debilitamiento de los derechos fundamentales o derechos humanos.
No se pueden negar las presiones que soportan los funcionarios públicos de parte de los poderes políticos, mediáticos y económicos, los que al estar distantes del control estatal, solo podrían ser frenados con una administración de justicia que actúe ajustada a las normas constitucionales. Con mayor intensidad se materializa dentro del proceso penal esa contradicción ideológica “poder vs ciudadano”; es decir, el autoritarismo frente al respeto de la libertad y la dignidad humana.
Por esa razón, los rasgos característicos del sistema “inquisitivo o acusatorio”, se corresponden con el predominio que un momento histórico determinado poseen el orden público sobre las libertades individuales y los derechos humanos o viceversa.
Entonces, el proceso penal como estructura consignada para ejercer la jurisdicción debe inspirarse en aquellos criterios y orientaciones que fortalezcan las instituciones democráticas, y desterrar aquella visión limita la justicia a decretar “cárcel o libertad” sobre el ciudadano sometido a juicio.
La extremada protección de las libertades individuales y los derechos humanos sólo es posible con visión sistémica del proceso penal. La renuencia de los distintos componentes estatales a “verse” como una parte integrativa de ese “todo”, ha sido una de las causas de los pocos avances significativos logrados por el sistema acusatorio.
Para que el sistema penal funciones como una verdadera garantía en favor del ciudadano, se deberán coordinar las funciones de policía, legislativas, investigativas, judiciales y penitenciarias. De lo contrario, a corto plazo toda la prédica “garantista” se desplomarán con daños irreparables a la institucionalidad democrática y al Estado de Derecho. Poco o nada aportan al propósito tutelar del Estado, que las estructuras estatales comprometidas dentro del proceso penal funcionen descoordinadas, pues esta segmentación imposibilita que la justicia pueda ejercer “en justicia”, el disfrute pleno de las libertades reconocidas a los ciudadanos libres.
El tiempo que ha transcurrido, y las experiencias acumuladas nos llevan a afirmar que los operarios judiciales aún no logran a entender el papel que juega la justicia en tiempos de democracia. Mientras el oficio judicial siga sometido estrictamente a la ley, y solo se mencione la Constitución y los Convenios como simples “ornamentos” argumentales, el predominio del orden jurídico, recuperará su posición privilegiada.
El irrespeto de la dignidad humana es una caracteriza de la pena de prisión. A pesar de esto, es la medida a la que con preferencia responde la política criminal al fenómeno del delito, a sabiendas de su notoria desproporción e irracionalidad con el daño que pretende reparar. Aunque la Constitución le asigna a la pena de prisión ilusorios propósitos de “rehabilitación, protección y defensa social”, la rehabilitación en un encierro riguroso, no pasa de ser una sentida aspiración “humanista”.
No resulta fácil precisar la preminencia entre lo sustantivo (fondo) y lo procesal (forma). Lo cierto es que dentro de un proceso penal “constitucionalizado”, carecería de legitimidad el reconocimiento o desconocimiento judicial del “Ius puniendi”, pues debe extremarse a toda costa la protección de la dignidad, lo que solo es posible supeditando lo decidido al principio del debido proceso, o al de la estricta legalidad penal.
Es innegable que en el cumplimiento de sus roles procesales, nuestros fiscales y jueces hacen gala del manejo de las reglas del procedimiento. Sin embargo, para que “garantismo” profesado “entre dientes” sea eficaz, su formación debe ampliarse al dominio de la política, la ideología y la filosofía. Con el solo conocimiento del derecho, no es posible interpretar ni aplicar la ley en la búsqueda de lograr una verdadera y eficaz protección de las libertades ciudadanas y los derechos humanos.
El Juez y el Fiscal en sus tareas de “hacer justicia”, les corresponde establecer la responsabilidad de ley por el acto alterador del orden jurídico vigente. Pero, a la luz de la Constitución, ese “juicio es injusto” si en cada situación juzgada, no son ponderados el cumplimiento de los deberes individuales y sociales que en el interés del ciudadano, el Estado debe atender en favor del procesado.
A través de este enfoque también se sienta “en el banquillo” al Estado, sobre todo porque es injusto desconocer las estadísticas criminales, las que indican que la mayor parte de los delitos, son cometidos por hombres y mujeres que provienen de las áreas de marginalidad social, conductas inspiradas por el hambre y el desempleo.
Un síntoma de la “buena salud” de un sistema democrático, radica en que el ejercicio de la justicia le asegure a los asociados su capacidad contralora del poder estatal de los acciones u omisiones del Estado y de los ciudadanos en particular. En ello radica la verdadera fuente de la independencia de la justicia frente a los otros departamentos públicos, y sobre todo, lejos del influjo de esos poderosos poderes “innominados”, renuentes al control.