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OPINIÓN

LA EDUCACIÓN: BASE DE UNA POLITICA CRIMINAL “DESARROLLISTA”

Por: Jorge Zúñiga Sánchez 

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Los grupos humanos se encuentran en la necesidad de reconocer y someterse a una “autoridad”, para brindarse protección de todos peligros que le acechan. Semejante propósito existencial exige disciplinar la vida dentro de la comunidad, previendo también que alguno de sus miembros quebrantará las normas impuestas, omisión por la que al infractor recibirá un escarmiento ejemplarizante. 

La tecnología y el creciente intercambio económico entre las naciones, exigen de un complejo y dinámico aparato burocrático, que prioritariamente recurre al uso de la fuerza, para frenar la creciente ocurrencia de actos ilícitos. Son precisamente las circunstancias políticas los factores que se invocan para justificar la anacrónica visión que la seguridad ciudadana responda al interés del poder público, cuando en democracia ese servicio es requerido sin menoscabo de la libertad de los ciudadanos.

Cada día las acciones personales responden menos a los dictados de la consciencia, entra en peligro la convivencia pacífica, y desde el poder establecen estrategias y medidas útiles para que el Estado enfrente esos factores generadores del clima de inseguridad ciudadana vivido.

Las estrategias de política criminal, suelen ser preventivas o educativas, represivas o coactivas, siendo estas últimas las más socorridas, más onerosas y menos eficaces, pues a la opinión pública se le ha convencido que la solución del problema requiere solamente con la aprobación de leyes que creen nuevos delitos o que aumenten las penas corporales y el rigor carcelario, en la idea errada de que el temor a la cárcel es suficiente para enervar la fuerza de esos propósitos delincuenciales que peligrosamente gravitan alrededor de la sociedad “decente”. 

Con frecuencia escuchamos que las causas y posibles soluciones de los problemas sociales tienen que ver con la crisis de valores morales que vivimos. Y con esto en mente, no queda libre de culpas ni la educación, ni la familia, ni las iglesias y los credos, ni la justicia, en otras palabras, ¡no se salva nadie¡. 

Con mucha razón oros predican que son las desigualdades sociales y la injusta distribución las generadoras de la delincuencia, sólo que hemos llegado a un punto tan crítico en que el “el rico y el pobre” y sin sonrojarse, no dudarían en apoderarse de algo ajeno, aun cuando no les hiciera falta. No compartimos esa idea de que el ciudadano asume una cultura de respeto a la ley o a la moral, sólo por el miedo que nos provoca la pena de prisión, o por temor al castigo en el infierno.  

Para llevar una vida acorde a la conveniencia de vivir dentro del “orden”, es necesario haber sido educado en el respeto a la vida y a la propiedad privada; en la solidaridad y la autoestima, y en que no es posible sentirme feliz, si mi prójimo padece tribulaciones. 

Por eso la sola posibilidad a perder libertad ambulatoria intimida a quien “entiende y comprende” que el para el logro de las aspiraciones personales y colectivas, es indispensable vivir en dignidad y estar en pleno goce de las libertades. Esas sutiles sugerencias mediáticas que le proponen a nuestros jóvenes a correr cualquier riesgo, con tal de lograr “sus” sueños. 

Y esa invitación seductora es acogida por miles de jóvenes, que con poca reflexión y madurez están dispuestos a ingresar al mundo del delito, con tal de conseguir “el sueño” de poseer el carro último modelo, o el de vestir ropa de finas marcas.

No creo que sea algo novedoso considerar que la educación debe convertirse en el eje fundamental de la política criminal. ¿Por qué cada día que pasa, más jóvenes caen en las redes del delito? No disminuirán los altos índices delincuenciales con más policías patrullando las calles, o instalando más cámaras de seguridad en todas las esquinas como algunos sugieren.

Se necesitan más escuelas, con docentes que entiendan el grave problema que debemos resolver, pues desde hace mucho rato todo lo negativo que se genera en las comunidades reina dentro del centro escolar, en cambio muy poco de lo que allí hace, produce cambios positivos dentro de las comunidades.     

Con sobrado fundamento científico, sabemos que un chico que deserta de la escuela, o que crece en un “hogar disfuncional” es un potencial candidato para ingresar a las filas del crimen organizado. Del mismo modo, esa niña que vive bajo la presión social de actuar como mujer, llegará a edad de la adolescencia con un hijo entre sus brazos. De estos cuadros desgarradores se sirve nuestra clase política para estremecer la consciencia del votante, y así lograr la aceptación de sus “promesas de campaña”.    

Carecemos de una política criminal “realista”, y los resultados alcanzados nos indican que la prevención y la reacción penal está en la línea del fracaso. La educación oficial parece estar más interesada en expedir diplomas y certificados a los “jóvenes estudiantes”, muchos de los que en poco tiempo, nuestro sistema penal ingresará en un calabozo.  

Es un circulo vicioso. Por cada delincuente apresado y enjuiciado, dos se estrenan como pandilleros en las calles. La educación nacional está desconectada del proyecto de hacer de Panamá un país prosperidad y oportunidades, para el beneficio de todos los panameños. Al ritmo que vamos, a causa del déficit de recurso humano, tal como ocurrió en tiempos de la construcción del Canal transístmico, tendremos que exportar mano de obra, pues a nuestras jóvenes promesas sólo les espera la cárcel.