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OPINIÓN

LA FALIBILIDAD DEL JUICIO PENAL

Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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El sólo hecho de pensar que hubo una vez en la historia de la justicia penal que la prueba
no era necesaria para fundar una sentencia. Eran tiempos en los que se entendía que el
alma del delincuente estaba posesa por “el maligno”, y que como en su confesión estaba
su liberación, el fin se consideraba justo cualquier medio o tormento empleado para
obtenerla.
Como resulta muy propio al sentido ritual que circunda en el proceso penal, un secreto
sepulcral invade la sala de audiencias al momento que se conocerá la sentencia del juez.
Sea que absuelva o condene, el golpe seco del mallete le pone fin a todo al debate, y no
queda otra que aceptar su justeza, asumiéndose que ese fallo es el querer de la ley.
Nadie osaría poner en duda la rectitud de los certeza de fallos dictados por un rey, pues
como se le consideraba la representación terrena de la divinidad, sólo la voluntad
suprema del Altísimo podrá enmendar los errores que hubiera cometido.
Hoy es posible la revisión de las sentencias judiciales, precisamente por permitirlo el
orden escalonado en el que la Constitución organiza la estructura judicial, lo que hace
posible que las actuaciones de un juez inferior, sean examinadas por otro de superior
jerarquía.
Por supuesto que la ley procesal establece un repertorio de mecanismos impugnatorios,
(recursos, nulidades, o consultas) que se activarán a petición de la parte insatisfecha, o
porque así se mandata. En virtud del control del control jurisdiccional existente en la
justicia penal no hay sentencias inimpugnables, por lo tanto la doble instancia que en
momento fue entendida como una garantía procesal, hoy se fortalece al incluirla dentro
de los derechos humanos propios del ciudadano imputado.
El hecho de que exista ese engranaje judicial y esos mecanismos impugnatorios, no
elimina la posibilidades de que produzcan errores en los procedimientos seguidos, en la
valoración de las pruebas, o en la labor intelectual de adecuación del delito a un tipo
penal determinado.
No puede resultar confiable esa abstracción que sobre un hecho del pasado deberá
realizar el juzgador individual o colectivamente antes de fallar, si ese tiene como
fundamento fáctico las pruebas de cargo y descargo” aportadas, y el grado de
convencimiento que le otorga siguiendo los procedimientos establecidos.
Una primera incógnita de talante filosófico que importa absolver, es si posible recrear el
pasado. La prueba judicial junto a la arqueología, la arqueología y otras similares, aunque
sus métodos las hace muy diferentes. De las pistas que indican la ubicación precisa de

una antigua ciudad perdida, con ellas el investigador podría a lo sumo construir alguna
hipótesis interesante. El hallazgo o no de lo que buscaba es lo que le dará mucha o poca
certeza a sus cálculos, sin importar si fueron idóneos los métodos de investigación
empleados.
La práctica de la prueba penal, no puede arrojar como conclusión una convicción racional
acerca de la verdad de los hechos de una acusación. Son miles los detalles que pudieran
dar fe de la ocurrencia de un suceso delictivo, pero no son muchos los que se pueden
obtener. Como testimonios son los medios de prueba más fáciles de recoger, se deberá
presumir que los mismos se ajustan a la verdad, “salvo que alguna parte disconforme
brinde pruebas de lo contrario”.
No se puede olvidar que ya están superados esos tiempos en los era impensable
quebrantar el juramento de decir “la verdad y sólo la verdad”, pues si vivimos tiempos en
los que las personas mienten con asombrosa facilidad, ¿por qué pensar que en los
estrados judiciales reinará la verdad?.
El gran mérito de la sana crítica como criterio de valoración de la prueba, radica en el
hecho de que le concedió un poco de libertad al juzgador, pues antes de eso, debía fallar
según los parámetros que la ley hipotéticamente le imponía. El auxilio de la experiencia,
la lógica y el sentido común para crearse una imagen de lo ocurrido, a lo sumo podrían
aproximarle mínimamente a la certeza de lo que se debate, mas no a la verdad de esto.
Poco aportan esos dogmas probatorios a los que se acuda en “la búsqueda de la verdad
material”. Por eso son faltan casos en los la negativa del enjuiciado a defenderse es
sospechosa, o aquellos casos en los que se afirma que el dicho de una autoridad es
incuestionable como tal, y hasta la vigencia que obtiene aquel criterio medieval que hace
verdadero, “todo aquello que el enjuiciado no ha podido demostrar que está motivado en
un interés para mentir.”
Todos los requisitos exigidos para desempeñar el oficio judicial, se centran en las
habilidades y aptitudes intelectuales. Estas competencias resultan válidas para tratar el
delito como un problema teórico. Pero producir un “juicio justo” empleando la lógica, la
experiencia y el sentido común no basta ser un experto en “la dogmática penal”, sino
estar en condiciones anímicas para entrar en los personajes que vivieron el drama
humano y social llamado delito.
Muestra de esta afirmación la encontramos en la pomposa redacción que se emplea para
exponer los razonamientos de las sentencias, en los que queda claro el criterio de
doctrinarios famosos y las citas fallos jurisprudenciales, pero lo que no queda claro son las
opiniones propias del juzgador.
Si en medio de estas circunstancias controversiales reales y formales, aumentan las
posibilidades de que el juzgador puede caer en errores humanos, estando todas sus

apreciaciones a un paso de la injusticia. Mientras la ley exige esfuerzos para encontrar la
“verdad histórica del hecho denunciado”, el resultado de todos los procedimientos
previos al juicio penal, apenas nos permitirán apenas genera una sensación, suficiente
para dictar una sentencia condenatoria, pero jamás a la verdad histórica de lo ocurrido.