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OPINIÓN

LA IRRACIONALIDAD DE LA PENA DE PRISIÓN

Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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Paradójicamente, con la pena de prisión se reemplazó la pena de muerte, paso que de
una u otra forma habría que interpretarlo como cierto grado de “humanización” en la
formas de violencias estatal institucional.
Por asuntos de trabajo tuve la oportunidad de estar vinculado a la justicia penal, tarea en
la que cada día se me hacía más difícil encontrarle “sentido de justicia”, al acto de
encarcelar a una persona en contra de su voluntad, bajo condiciones infrahumanas, para
su rehabilitación.
Aunque el reproche social que provoca la atrocidad con la que son ejecutados algunos
crímenes, ameritan que su autor reciba castigos tan severos como la muerte, la
satisfacción de esa reacción es la que menos ha pesado para institucionalizar la pena de
prisión.
Estas dudas e inquietudes se acentuaron más, al descubrir por el estudio que la esencia de
la teoría del delito, era la justificación la pena de prisión, medida que aplicada como
castigo, no encontraba correspondencia con ningún fenómeno la realidad material, por lo
que el pensamiento jurídico penal “tomó prestadas” del cristianismo, las ideas y
conceptos de la penitencia y el perdón.
La libertad es una atributo consustancial a la naturaleza del hombre, la que para
preservarla en paz y armonía grupal, necesita concertar un pacto social, en cuya virtud
queda bajo la protección del Estado democrático, en cuya virtud se regula y garantía su
libertad mediante el derecho.
De acuerdo a este pacto, sin importar que el estado incumpla con sus deberes, el
ciudadano no puede desligarse de ese señorío “voluntariamente”, mientras que el Estado
se reserva la prerrogativa de indicar las conductas y los trámites debidos, para ponerle
físicamente fuera de la sociedad.
Con ello aquella libertad plena de la que gozaba, se encuentra ahora limitada por decisión
del Estado, la que debe emplear para aportar a los fines propuestos por el Estado, y así
afianzar su absoluta sumisión.
En caso de comprometerla con propios ilícitos, desatará de inmediata la reacción oficial,
que en forma de “penas” tiene reservadas para tal evento.
Así como la religión predica que con la transgresión de uno de los mandamientos, se
transgrede todo el decálogo, la teoría penal considera que con un acto delictual se

vulneran todos valores que sustentan el orden público, perdiendo el autor la protección
estatal, como medida reparatoria.
Esta desprotección jurídico – política, pudiera equipararse a la propia muerte física del
sujeto, lo que nos lleva a preguntar: ¿cómo suponer a vida humana en sociedad,
despojado de todo derecho estatal? Es absurdo imaginar a un hombre libre, que por
decisión propia decida vivir sin ejercer ninguno de los derechos concedidos.
Esta hipotética condición de vida sólo sería posible en cautiverio, porque es la única
forma en la que el Estado puede garantizarse que el individuo “siga vivo”, pero sin el goce
de libertades ni derechos.
Resulta inadmisible aceptar que si la libertad no la otorga el Estado, pueda estar
debidamente legitimado para restringirla, si fue precisamente un acto colectivo de
libertad lo que dio origen al Estado.
Con ese encierro forzoso, queda asegurado que el sujeto quede inhabilitado a ejercer
aquellos “derechos” que le fueran concedidos, lo que no constituye una expresión de
justicia, sino un acto de total predominio estatal.
Nos queda claro que con la pena de prisión se soportan “dos castigos en uno”. Con el
primero, el encierro materializa el descenso del ciudadano a una condición sub-humana y
política, y con la segunda se salda con “sangre y dolor” la deuda con la sociedad.
Sin importar que el Constituyente hay establecido un “sistema penitenciario” así como
también “los delitos y las penas” a aplicar, y que su reglamentación le hay sido asignada al
Legislador, la pena de prisión ni es justa ni mucho menos racional.
El Constituyente proscribe “la prisión por asuntos civiles o privados”, por lo que a
“contrario sensu” la hace permisible en relaciones en las que se vea involucrado “el
interés público”.
El delito no estructura una “relación jurídica” de orden privado, así que no se le pudiera
aplicar un equivalente a la “ley del talión”, misma que predica que el dolor que el agresor
ha causado injustamente a otro, sólo se puede pagar con el dolor del autor sufrido por el
autor.
Por el contrario, estamos ante una típica “relación de poder”, que legitima por la fuerza y
“sin sonrojos” que hay justicia en los excesos y abusos soportados en la prisión, por
cuanto que es justo el dolor que el Estado le provoca a otro, sin con ello se aplaca y
satisface el deseo de justicia de la comunidad.