LA SENTENCIA PENAL OPORTUNA: UN DERECHO CIUDADANO
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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El hombre aceptó que el Estado convirtiera en derechos, su libertad originaria. Esto quiere decir que convivencia pacífica tutelada por el Estado sólo se haría posible, si se lograra por la fuerza o la persuasión que la conducta de las personas se ajustaran al orden establecido. Por eso, cada necesidad individual o colectiva se atiende con un derecho. Algo de verdad hay en la crítica ciudadana de que “hay ley para todo”, lo malo es que estas no se cumplen. Por esto le cabe mucha responsabilidad al Estado, pero en la sociedad ideal de seguro que su intervención se hará requerida excepcionalmente.
Pero como a las personas se le dificulta cumplir voluntariamente con la ley, para satisfacer la creciente demanda de “justicia”, haría falta aumentar el número de funcionarios y juzgados, para que mediante sus sentencias o fallos diriman los conflictos de derechos que los particulares logran dirimir entre sí.
En el ámbito penal, a los particulares y al propio Estado les asiste el derecho de concurrir a los juzgados a exigir la intervención imparcial para decidir si procede o no imponer, por uso de indebido de derechos concedidos por el Estado en daño de derechos e intereses ajenos, interviniendo en el proceso penal por mandato de la ley.
Lo contrario ocurre ante problemas de índole privada, en los que el juez no sólo aparecerá en escena a instancia de partes aparecerá en escena, sino que la que la dirección de los trámites y ritos, incluyendo la como su sentencia final, es asunto que queda a discreción del interés privado.
Los actos delictivos atentan contra valores e intereses especialmente protegidos con el delito y la pena, independientemente de que el efecto nocivo material y directo recaiga sobre personas o cosas. El derecho a invocar la presencia del Estado, trae aparejado el deber estatal de proferir una sentencia, sin importar que se reconozcan o no, las pretensiones del pretensor público o privado. En términos más sencillos, el titular del derecho a la acción penal, le asiste también el derecho a exigirle al Estado la dictación de la sentencia.
Sería un contrasentido que en democracia “el órgano de depositario de la voluntad popular” con diligencia o atrasos, apruebe leyes que concedan a los ciudadanos de derechos; que la administración creen las mínimas condiciones materiales para ejercerlos en condición de libertad, pero que la “justicia” dicte “justicia”, fuera de los términos y plazos procesales establecidos.
Esta situación es peor en el campo penal, en el que esa dilación injustificada es generadora de zozobra en el imputado como en la comunidad, la que ve alterado negativamente el desarrollo normal de todas las relaciones interpersonales en las que aquel participa. Sólo imaginemos la dramática situación del que lleva años detenido, y un buen día el funcionario responsable se acuerda de su caso, y para colmo de males, cole declare inocente.
Si la inocencia del imputado se presume, y en consecuencia está liberado de la carga de la prueba, tampoco debería estar clamando que su caso se decida con prontitud. Sin duda alguna, esta tarea le corresponde al Ministerio Fiscal, pues si es apto para activar “de oficio” el proceso, debe estar pendiente de que la sentencia se dicte oportunamente. Su papel dentro del proceso no es perseguir la condena del proceso, sino asegurar que “el debido proceso” se cumpla acorde a los tiempos fijados por el Legislador.
Tales niveles de tolerancia, son congruentes con la cultura y tradición autoritaria que sobrevive dentro del sistema, la que permití las dilaciones al trámite judicial pues primaba la idea deformada de que la sentencia no era un deber estatal, ni tampoco un derecho ciudadano, sino más bien una acto de cortesía dispensado indebidamente.
En democracia, otras son las reglas del juego, pues el conflicto penal con ligeras atenuaciones, sigue considerándose como un asunto de interés público, toda vez que se disputa el ejercicio o la cesación de derechos fundamentales de derechos humanos. De modo que pronosticamos que a corto plazo, una sentencia dictada “fuera de tiempo”, generará consecuencias jurídicas sobre la validez de la propia sentencia, hasta acarrearles responsabilidades penales al funcionario omiso.
Debemos precisar que de los atrasos en la culminación oportuna y normal del proceso, no sólo responde la administración de justicia, pues son muchos los caos conocidos de ejercicio abusivo del derecho de defensa, que busca dilatar el proceso, hasta provocar que el transcurso del tiempo ejerza un efecto extintivo en el curso del proceso.
Admitamos también que sobre el tema analizado, el sistema acusatorio ha experimentado avances significativos, pues en términos razonables se produce el pronunciamiento inmediato sobre el contenido del fallo, así como la emisión del documento contentivo de la sentencia. Sin embargo, falta algunos ajustes operativos y procedimentales para abreviar el tiempo entre el acto de promoción de la intervención del fiscal, para llegar a la etapa conclusiva de esos procesos.
Muchos cuestionan la lentitud de la justicia penal”, deficiencia que es el efecto visible de variados factores concatenados. El anhelo de construir una sociedad democrática, no se concretiza con las elecciones, ni con ambiciosos programas de obras públicas, o dictando “leyes para todo”, si el ciudadano cuenta con una pesado fardo de derechos que a diario le son pisoteados, por la duda generalizada de que los funcionarios judiciales atiendan sus insatisfacciones personales o colectivas, en justicia y en tiempo oportuno.