LAS LÍMITANTES POLÍTICAS DE LA JURISDICCIÓN PENAL
Por:Jorge Zúñiga Sánchez
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A la luz de la propia constitución, el papel de la jurisdicción ejercido a través de los juzgador y tribunales, pareciera sencillo de entender. Para el jurista o el lego, estos departamentos sirven para resolver las controversias entre las personas unidas por una relación de derechos y deberes que deben satisfacerse recíprocamente, de acuerdo a los criterios legales de justicia establecidos. La política judicial les organizará, y las rigurosas reglas de competencia ordenarán las materias a tratar, atendiendo a la naturaleza de las relaciones jurídicas. El orden jurídico supone que reproduce en paralelo, una dimensión similar a nuestra a realidad social. Sin embargo, este propósito no se logra pues ese orden no se inspira en las necesidades de la sociedad, sino en los valores y principios superiores, que dimanan desde los círculos de poder. El derecho es la respuesta estatal a todos los problemas ciudadanos y sociales. La expedición de una ley podría desatar tensiones políticas, en la medida que no traspase los límites formales establecidos. Ya aprobada, surge el verdadero problema que no es otro que la falta de despachos judiciales para atender el tiempo razonable, a todas las demandas de justicia.
Bajo estas condiciones, el ciudadano carga con un pesado fardo de derechos, fáciles de desatender por los poderosos, problema que se adolece sea en democracia o en dictadura. No se entiende que a pesar de vivir en tiempos de la modernidad tecnológica, aún perduran en la justicia estructuras y procedimientos anacrónicos, establecidos desde tiempos remotos para disuadir “a la gente de bien”, a recurrir a la justicia “ordinaria”. Por supuesto que dentro de estos estratos se daban conflictos, pero también operaba como un privilegio de casta, deslindarlas dentro de los gremios, el templo o las sinagogas, o la fraternidad. La decadencia moral de la sociedad humana llegó a su limites, cuando desapareció aquel recato clasista, y hoy a nadie intimida la amenaza de comparecer a un juzgado, sin importarle que le corresponde ética y jurídicamente honrar.
Es que en esas condiciones, la lentitud de la justicia milita en favor del deudor, quien sabe que su caso pasará largos años engavetado, sin recibir decisión. La idea de tenemos una justicia penal selectiva, está radicada profundamente dentro del imaginario popular. Sobre este asunto no emitiremos ninguna opinión; solo destacaré que si la población carcelaria en su totalidad procede de los sectores de la marginalidad social, se me hace difícil pensar que los personeros integrantes de las elites económicas, lleven una vida estrictamente apagada a la ley y la moral. Si las mayorías viven en situación de pobreza, no nos debiera extrañar que la delincuencia motivada por el hambre ocupe lugares “privilegiados” dentro de las estadísticas criminales. Pero, si la corrupción es la característica principal de nuestra crisis social y política, es indispensable formar parte de uno de esos circuitos de tráfico del poder, para abusar arbitrariedades, abusos y hasta el despojo de los recursos estatales.
Es evidente que existe una gran diferencia entre el ladrón que incursiona una residencia con ánimo de hurtar, y el funcionario al que sabe que con una orden, puede apoderarse de fondos públicos que debe custodiar. Si hacer mayores esfuerzos, una interrogante nos surge: ¿Posee la jurisdicción la fuerza suficiente para atender ambos supuestos con la misma fuerza? En ambos casos indudablemente existe un evidente conflicto jurídico que la justicia debe resolver, pues tanto la libertad de ambular del ladrón así como las facultades conferidas al funcionario nacen de ley, y en razón al uso antijurídico que le aplicaron, les hacen merecedores de las sanciones penales. En el ámbito jurídico, ante la ley y la justicia ambos son iguales, pero como en la realidad material el corrupto tiene a su alcance poderosos recursos “extrajudiciales, se evidencia que tal identidad es una simple ficción jurídica.
Muchos atribuyen las causas de esta “anomalía”, a la dependencia inoculta a la que la justicia se encuentra sometida, mientras que para otros el problema radica en la fragilidad de consciencia de sus operarios, que hacen posible que los poderosos reciban un trato procesal deferente. Las controversias nacidas de desacuerdos o decisiones políticos a los altos niveles del poder, con facilidad se termina judicializadas. No afirmaré que estas relaciones deben estar excluidas del ámbito de la justicia. Sólo que dentro de un sistema “saneado”, por tratarse las relaciones entre “los factores de poder” de asunto, que inciden en la estabilidad política y económica del sistema, estas deberían deslindarse en estructuras propias de ese nivel “supra jurídico”. En tal caso, consideramos que las verdaderas causas de la crisis de la justicia radican en la ausencia de esa estructura de control político, lo que provoca que el Ejecutivo y la Justicia se vean forzados a ejercer funciones de “réferis” en semejantes confrontaciones.
El aparato de justicia, que a las malas puede juzgar oportunamente a “mestizos y cholos”, de la noche a la mañana terminó deslindando asuntos de Estado, cuyos resultados provocan en la ciudadanía la idea de una justicia inoperante e incapaz, agravado por los escasos recursos que se le asigna para operar. La única forma en la que en democracia la justicia puede ser el árbitro de “las luchas de poder“, es que se le libere del asfixiante cerco que le impone el legislador. Mientras la fuente de la justicia siga siendo la ley, los fallos del juez serán complacientes con el querer del legislador, y no con el sentir de la sociedad democrática, y muchos menos con la constitución ni los derechos humanos. Podemos concluir, que el problema operativo de la justicia penal existirá hasta que tanto subsista el problema político descrito, lo que pronostica limitaciones a su capacidad de respuesta ante la delincuencia convencional, el delito organizado, y los clanes “políticos” que para librarse de la justicia, no dudarán en echar mano del poder.