LEY, IMPUNIDAD Y CORRUPCIÓN
Por. Jorge Zúñiga Sánchez
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La corrupción es uno de esos temas que seguirá “dando de qué hablar”, mientras sea considerado como parte del “debate electorero”. Eso nos ha impedido evaluar la gravedad del daño que se le ha provocado a la institucionalidad democrática, que la ciudadanía no disimule su convicción de que al pobre siempre le aplicarán la ley penal con extremo rigor, y que en cambio para los poderosos siempre hay una salida “legal” para evadir el castigo que merece.
No hay duda de que por su condición social un vendedor “al menudeo” de marihuana o un “ratero callejero”, no recibirán conmiseración ”del poder”, pero no ocurrirá lo mismo con el funcionario quien por sus lazos de sangre o de interés económico y formar parte de los círculos de influencia política, “mucha gente prestante” saldrá en su auxilio, bloqueando las investigaciones; enredando los procesos, o consiguiéndole un trato punitivo privilegiado.
En su acepción adjetiva, el término “corrupción” posee una connotación negativa, pues nos lleva a la idea de algo que en su esencia se ha descompuesto. Pero en lo sustantivo, le consideramos como una fuerza; como una entidad con existencia propia, capaz de llevar destrucción de todo lo que contacta.
En la difusión cotidiana de información, los medio de comunicación han logrado que se haya arraigado en las ciudadanía, de que la corrupción es un vicio ligado al ejercicio del oficio público, la que así entendida pone su atención en la desatención del deber ético jurídico propio del servidor, noción en extremo superficial de entender la magnitudes del problema. Ella ofrece argumentos a los detractores políticos para reducir los índices de simpatía y aceptación ciudadana a los gobernantes turno, exacerbar la animadversión ciudadana, y aumentar las posibilidades electorales del censor público.
Si le vemos como fuerza negativa, significa que ésta posee la virtud de enervar la inflexibilidad con la que las autoridades deben hacer cumplir la ley penal. Esto deja al descubierto que en lo formal, la igualdad de los ciudadanos ante la ley está fuera de discusión, pero que las fuerzas imperantes dentro de la realidad social, hacen añicos esta ficción.
La corrupción pone en evidencia que existe una deficiente legislación que asegure la transparencia y honestidad de los actos ejecutado por el servidor pública, o que aunque los controles legales fueran abundante, es la jerarquía social la condición determinante para evadir la imposición de las consecuencias jurídicas previstas. Este asunto supera el malestar que a lo largo de la historia ha provocado el tratamiento deferente que los clanes o castas políticas dominantes reciben del Estado, privilegios cuyo reconocimiento o extinción es la base fundamental de la controversia de los tiempos modernos entre la democracia y el poder político.
Para nosotros, la ley es el resultado de un consenso político democrático al que deliberadamente “el poder” busca penetrar hasta debilitar o anular su fuerza normativa. Vista sí las cosas, nos resulta injusto que la impunidad sea responsabilidad de la administración de justicia, pues la ley mantiene abiertas tímidas grietas que permiten la impunidad. Y es que el Juzgador está atado a la Ley que califica todos los actos de apoderamiento doloso de recursos estatales como ataques a la Administración Pública, queda legitimada la flexibilidad delas penas previstas, y los beneficios de “los acuerdos” (delación) pactados, que a pesar de la repulsa ciudadana, le aseguran al funcionario corrupto una breve estadía “en la sombra”, y al final del suplicio, podrá disfrutar de “su botín”.
Si los actos de corrupción se penalizaran mirando con realismo que el perjuicio causado recae en el interés de una comunidad marginal que esperaba la respuesta estatal, de seguro que cambiaríamos la visión acomodaticia que la ley tiene de la corrupción, y de paso se fortalecería la institucionalidad democrática. Con todo y el respeto que le profesamos a la democracia, somos conscientes de que no es fácil que la ley meta en cintura a “los poderosos”. En consecuencia, se hace necesaria un lineamiento de política criminal, que pondere las conveniencias que la respuesta oficial sea la recuperación de “los dineros mal habidos” por parte de la justicia administrativa, o seguiremos recurriendo a la vía jurisdiccional penal, para que con la imposición de la pena se repare el daño causado con la acción corrupta cometida.
Como es un secreto a voces, la producción de nuestras leyes no está en manos de las mentes más capacitadas, y que para colmo de males llegan a ocupar sus curules, a través de “prácticas electorales cuestionables”, las leyes así concebidas formarán parte del derecho positivo, lo que les garantiza a “los poderosos” evadir con facilidad “sus mandatos y prohibiciones”, y que por la debilidad de “sus votantes”, serán los únicos los que soportarán “el peso de la ley” aplicada por la justicia.