PESIMISMO POR LA REHABILITACIÓN DEL DELINCUENTE DENTRO DE ESPACIOS
CARCELARIOS
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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Es contradictoria esa sensación que embarga el ánimo del juzgador, al concluir en su
sentencia que el acusado debe pagar su deuda con la sociedad encerrado en un calabozo.
Así como su consciencia queda tranquila al pensar que hizo lo correcto, pues estima que
actuó al amparo de la ley, algo le debe decir en su interior en baja voz, que está
mandando a un ser humano a que viva la más indignante de las experiencias.
Sin embargo, algo de paz le traerá la idea de que ese encierro le será de utilidad al
condenando, pues en esas condiciones de aislamiento total tendrá tiempo suficiente para
arrepentirse del daño que causó, y corregir el rumbo de su vida, y que hasta debería estar
agradecido con el Estado por privarle de su libertad ambulatoria, el que para ese fin
destinará los recursos necesarios hasta lograr la anhelada “rehabilitación”.
Con frecuencia los reos reinciden en el delito, así que cabría criticar al sistema judicial ya
que sus programas de readaptación social fracasaron, y que de seguro esa será la suerte
de todo los que allí ingresan. El ambiente de violencia y degradación humana muy propio
de los establecimientos carcelarios, podría ser propicio para cualquier cosa, todo menos
para obtener el cambio de aptitudes negativas. Ya en su interior, el rigor de la disciplina
carcelaria es de tal intensidad, como para que el que va de visita, y para que el abogado
defensor no les quepa dudas de que el interno está allí para sufrir.
Por cuestiones de elemental subsistencia, los internos viven individualmente o en grupos,
una bestial confrontación ante la mirada indiferente y hasta complaciente de las
autoridades administrativas y las de seguridad. En el encierro, nada hace recordar que
existen leyes y autoridades, ni que la protección a su integridad física a alguna autoridad
le interesa. asegurada.
Nada de esto que ocurre le es ajeno al sistema, que sabe que bajo las reglas reinantes
dentro del inframundo carcelario, la vida humana pierde todo valor y sentido,
características que le otorgan a las penas ese reprochable sentido de penitencia. Esto se
asimila en detalle, con la visión mitológica que se tiene del infierno, aquel lugar que en el
imaginario popular se hizo temido, pues allí se consumirán las almas de los hombres y
mujeres que en vida, cometieron pecados, y ni se arrepintieron ni expiaron de sus culpas.
La ideología del poder justifica este denigrante estado de cosas, sugiriendo que si el
Estado está legitimado para crear y reconocer derechos, también lo está para señalar los
supuestos en los que puede suspender el goce de esos mismos derechos. El problema
radica en que la capacidad que posee el hombre para desplazarse, no es un función que
puede ser concedida el Estado, sino que forma parte de las atribuciones indispensables
que la naturaleza otorgó a la especie humana.
Consecuente con esa idea irracional e inquisidora, quien purga una condena queda
desprovisto de su condición de ciudadano, y por tanto el Estado está librado del
compromiso de brindarle su protección, y desde esa nueva posición degradada, debe
resistir resignado todos los excesos y abusos carcelarios que recibe.
Ahora bien; aunque el Estado en virtud del derecho al castigo, pueda a través de las
sanciones limitarle total o parcialmente el ejercicio de los derechos ciudadanos, el mismo
Estado no puede eliminar o desconocer los derechos humanos que se ha comprometido
reconocer y respetar, ya no como súbdito sino como ser humano, en virtud de tratados
internacionales.
Sin importar que la nueva codificación procesal penal le presenta nuevos paradigmas a la
justicia penal, para la política criminal vigente la pena de prisión sigue siendo el remedio
más confiable para enfrentar la delincuencia, sin reparar que todo le indica que “esa cura
es peor que la enfermedad”.
Por experiencia, si intentamos reparar algo, primero al examinamos para determinar que
reparación es viable, y si no lo, pues simplemente nos deshacemos del artefacto. Si se
somete a prisión al delincuente para rehabilitarle, eso quiere decir antes de delinquir
estaba debidamente “habilitado”. Es decir, el legislador y el juez asumen que previamente
ya había sido educado adecuadamente y por eso conoce las reglas elementales de
convivencia; se preocupa por llevar una vida digna en el futuro, hasta posee fortalezas
entrenadas para luchar contra las adversidades.
No hay sensatez en semejante razonamiento, y las autoridades siguen repitiendo en coro,
que es posible que el condenando sea rehabilitado, bajo las condiciones extremas en las
que se soporta el encierro carcelario.
Finalmente, el estudio es la única actividad a través de la cual se pueden producir
profundos cambios conductuales. Pero bajo el “reinado del terror” carcelario, y del
desinterés de las autoridades penitenciarias en el que el “rehabilitante” cumple su
condena , sólo por obra de un milagro alguien podría salir de la cárcel motivado por el
deseo de ser una mejor persona, un mejor ciudadano, un mejor hijo o padre de familia.
En una sociedad democratizada, es in justificada la pena privativa de libertad y menos si se
impone como acto de justicia, salvo que los hombres y mujeres colocados bajo la
protección del Estado, estuvieran recibiendo educación y salud de calidad; gozando de
oportunidades reales de trabajo, y de seguridad y protección necesaria, y así vivir en
dignidad y respeto.