PRESUPUESTO Y JUSTICIA PENAL
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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Muy poco sentido tendría someternos a la autoridad rectora del Estado, si éste resultara incapaz de brindarnos la protección prometida. En virtud de la sensación de seguridad ciudadana, ajustamos nuestros actos dentro del marco de la licitud, convencidos de que así podremos realizar todas nuestras aspiraciones personales y sociales. Precisamente en el caso de que el Estado o un particular desconozcan nuestros derechos, confiamos en la intervención inmediata de la justicia, y de esta forma se evita que cada cual satisfaga a su especial parecer, la reparación por el daño que le fuera causado. Las estadísticas muestran una tendencia creciente en los índices de delincuencia, en tanto que los medios de comunicación denuncian falencias de la acción policial preventiva y represiva; que los tribunales no responden con la celeridad prometida a las demandas ciudadanas de justicia, y que los presidios están impedidos de cumplir con la misión de rehabilitación asignada.
La excusa más socorrida para explicar esta parálisis institucional, es la falta de un presupuesto adecuado, que imposibilita la modernización de las estructuras físicas, tecnológicas y operativas, de todos los componentes vinculados al sistema penal. Está claro que la Administración de Justicia es un servicio público ofrecido por estructuras y organismos especializados, mismo que por mandato constitucional se brinda de manera gratuita, y que por su importancia en la vida nacional, no debería estar sometida a semejantes angustias. De ninguna manera podrían los operadores judiciales responder por el incremento de la criminalidad, salvo que validara la idea de que la percepción de impunidad, termina animando a muchos jóvenes y adultos a delinquir.
Muchos consideran que la persecución real y formal del delito dirigida bajo inflexibles criterios autoritarios, resultó eficaz para mantener “a raya” a la delincuencia, y que sólo habría que introducir algunos los valores democráticos de los que inspiran el sistema acusatorio, para desarrollar las tareas encomendadas de forma efectiva y eficiente. Creemos que jamás habrán recursos suficientes para poner a la justicia al nivel de las circunstancias, de modo que lo procedente sería examinar si los procedimientos establecidos; los métodos de organizar el trabajo, y el funcionariado disponible posee las capacidades requeridas. Para nadie es un secreto, que las carencias presupuestarias es un problema que cargan los gobierno, y que en tales condiciones la justicia tiene que hacer verdaderos “malabares”, para funcionar a un ritmo aceptable, sin sacrificar la calidad del servicio, ni violentar los derechos humanos. Sin duda alguna, el desempleo, la salud y la educación pública, están entre el listado de necesidades sociales que los ciudadanos esperan que Estado atienda con prioridad. Se trata de problemas que afectan la calidad de vida de la mayoría de los ciudadanos, que con un paquete de políticas públicas como respuesta, consecuentemente se minimizarían la incidencia del delito. Sin embargo, la efectividad de las acciones del Estado pareciera anulada, porque en virtud de la separación de “los poderes”, cada departamento estatal intenta por su lado, solucionar esos problemas.
Como para nadie es un secreto que el Estado “le regatea” los recursos a la Administración de Justicia, tampoco se podría esperar que con tan escasos recursos presupuestarios, los tribunales de justicia puedan satisfacer las demandas de justicia. Es obvio que la respuesta sería un “no mayúsculo”, pues el logro de esa hazaña, está más cerca de un milagro. Con todo y esto, afirmamos que tiene que hacerse posible, porque es necesario. Si se cuentan con estimados de los recursos estatales que se ven comprometidos en la producción de una sentencia de primera instancia, de seguro que la cantidad involucrada no guarda proporción con “el daño” público o privado provocado. No se puede ocultar que para abordar este problema, el “tiempo y recursos” marchan de la mano. Si observamos atentamente, el trámite procesal fijado para los delitos con penalidad “graves y leves”, es el mismo. Si el sistema acusatorio pretende reducir la prisionalización, y espera que los procesos concluyan con transacciones interpersonales, algo ha ocurrido, pues la regla que debía ser general, terminó siendo la excepción.
Existe la queja generalizada de que la implementación del “moderno” sistema acusatorio ha encontrado en el excesivo formalismo, su principal obstáculo. Con esto queremos poner de relieve que el excesivo culto a lo ritual, ha terminado atentando contra las garantías fundamentales y los derechos humanos. Se lograría un verdadero ajuste presupuestario, si se juzgaran los actos u omisiones que supongan un atentado a bienes jurídicos relevantes para el orden jurídico nacional e internacional, mediante procedimientos distinto a otro grupos de delitos, que se atenderán mediante trámites “sumarísimos”, con orientación privatista y adversarial, con restricciones en material impugnativa, procurando que el resto de los delitos, quedaran asignados a la justicia comunitaria. Por supuesto que los remedios propuestos están lejos del alcance de la justicia, y para introducir esos correctivos, habría que recurrir a la Ley.
Precisamente la política criminal debe establecerse siguiendo una amplia visión sistémica, que racionalice el uso de los recursos. Si se lograra que los ciudadanos recurrieran a las fórmulas alternas de solución de los conflictos penales, se alcanzaría un significativo ahorro presupuestario, y así se podría recuperar la confianza ciudadana en la eficacia del servicio de justicia. Como las carencias presupuestarias hacen imposible que las cárceles funcionen adecuadamente, nada de “justiciero” hay en el encarcelamiento indiscriminado, pues el ser humano que ingresa, regresa a la sociedad convertido en una bestia.