RAZONANDO EN TORNO AL DERECHO ESTATAL AL CASTIGO (IUS PUNIENDI)
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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Para entender la evolución de la sociedad “moderna”, importa muchos conocer los
fundamentos que justifican el uso de la fuerza institucional para mantener el control
social, sin poner en riesgo el respeto de la dignidad de los ciudadanos. Alguna
significación debe poseer el hecho de que el Estado se muestre más diligente en ejercer el
derecho a “repartir” penas y tormentos a sus súbditos, que en cumplir con su deber de
“compartir” en justicia panes y peces.
La lógica por la que se otorga prioridad al derecho “público” a castigar, y el deber del
ciudadano a soportarlo, es tan descabellada como absurda. En la naturaleza por ejemplo,
“la especie más débil queda sometida a la especie más fuerte”, en la salvaje necesidad de
la sobrevivir. Una madre acepta como acto de amor a sus hijos, todo el dolor que fuera
necesario, y hasta los soldados enfrentados en el campo de batalla, para salvar sus
propias vidas, no dudarán en provocar la muerte de sus enemigos.
Al margen de que acepemos sus razones, todo indica que sólo “alguien o algo”, que
disponga de un poder y fuerza propias, es capaz de someter a otro al tormento. Esto se
entendería con claridad, en la infame relación de “amo y esclavo”, o la de “señor y
vasallo”. Esto no sería posible entre “Estado y ciudadano”, pues el poder del primero
emana de la voluntad del segundo, y entre ambos hay derechos y deberes que en
momentos les integran, y en otros les distancian.
No es posible desligar el concepto de pena del concepto del castigo, ni siquiera invocando
el pretexto constitucional que le atribuye propósitos de rehabilitación”. La propia
Constitución conceptúa la pena como la consecuencia jurídica del delito, y para lo que
establece un “sistema penitenciario”. Es decir; se encuentra institucionalizada un conjunto
de ideas y prácticas absurdas, que buscan que el delincuente expíe sus culpas mundanas
mediante la penitencia.
En una sociedad estratificada, y que vive en interior en permanente conflicto, las ideas y
estructuras políticas establecidas para asegurar la paz y la armonía social, estarán
inspiradas en los valores y principios propios de los grupos dominantes. El delito y pena
son categorías propias del campo penal, pero justificación sólo se explica analizando la
ideología reinante.
En un momento de la historia, se entendía que todas las faltas cometidas, eran atentados
contra “la majestad del rey”, mismas que sin mayor trámite, que todas se pagaban con la
muerte. La pena de prisión surge posteriormente como un “acto de caridad real”, pues
cada delincuente en prisión, potencialmente era mano de obra disponible o un guerrero
incondicional para defender al Soberano.
El predominio del pensamiento cristiano en los gobiernos monárquicos, le otorgó al
“proceso” un carácter secular, que entendía y veía “delito y pecado” como sinónimos. El
inequívoco signo inhumano “inquisitivo” presente en todos sus procedimientos y rituales
fue la característica de “la justicia penal”, la que procuraba por todos los medios posibles,
liberar el alma del “procesado”, bajo posesión de las fuerzas del mal.
La racionalidad inspiradora del pensamiento liberal revolucionario francés, convierte al
hombre y la libertad en los nuevos sujetos y objetos del poder. Esta concepción urgía
construir y poner en práctica el correspondiente sistema de valores jurídicos y políticos,
que el Estado estaba comprometido a proteger para asegurar la existencia de la naciente
forma de gobierno de “los hombres libres”.
Hasta ese momento, el derecho al castigo que el monarca ejercía como la “justa” era la
respuesta al desobedecimientos a órdenes y mandatos “quasi divinos”. Luego el poder
radicó en la “voluntad del pueblo”, y el derecho al castigo subsistió pero ahora era
empleado para erradicar todo vestigio del pasado régimen. Y si con el paso del tiempo,
los “realistas” dejaron de ser una amenaza, y entonces había que encontrarle una nueva
argumentación al derecho al castigo.
Bajo el nuevo orden, la sumisión al nuevo pacto político y social debió haber sido un acto
de fuerza, pues resultaba impensable imaginar la posibilidad de su exclusión de manera
voluntaria. La fuerza institucional siguió siendo útil para mantener y asegurar la lealtad del
ciudadano al Estado, evidenciándose controversias entre las funciones conferidas para la
existencia y poderío del Estado, de aquellas otorgadas para asegurar el bienestar de la
colectividad.
El Estado moderno ejerce derecho al castigo en su propio interés, en medio de una serie
de garantías formales y sustanciales, establecidas para los evitar abusos y
extralimitaciones del poder, buscando crear la idea de que la relación estado- ciudadano,
se desarrolla en forma armoniosa.
La calificación legislativa de un hecho como delito, responde a criterio y necesidades
destacadas por los poderes fácticos. Y así, la responsabilidad penal declarada a un
ciudadano por vía judicial, no es otra cosa que el reproche que se le hace al ciudadano
por incumplir con su compromiso de sometimiento absoluto a los mandatos del Estado,
sin ocultarse que es tolerable con los poderosos, y sumamente rigurosos con los
marginales.
A modo de conclusión, diremos que con la pena o sanción, el Estado puede restringirle al
ciudadano de modo total o parcial, cualquiera de esos derechos fundamentales
indispensables para lograr sus propósitos y aspiraciones personales, así como aquellos que
le son indispensables para asegurar su existencia biológica. Todo estos esfuerzos
institucionales son tan injustos como inútiles, pues no se puede quitar la libertad, a
quien a causa de su origen y de la absoluta desatención estatal, nunca ha gozado ni
gozará de la libertad prometida.